sexta-feira, 15 de novembro de 2019

¿Cómo es posible al católico equilibrar acción, formación y espiritualidad?


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Las muchas capacidades y potencialidades humanas podrían expresarse en las palabras acción, formación y espiritualidad que, suficientemente equilibradas y armonizadas, podrían ayudar la persona a crecer de modo integral y alcanzar su plenitud.
Por razones pedagógicas, podemos hablar separadamente de acción, formación y espiritualidad. Pero, en realidad, ellas se implican mutuamente y, si llegaran a separarse, resultaría en un desequilibrio perjudicial tanto a la persona cuanto a quienes viven con ella.
Podríamos comenzar hablando de la formación. Gracias a la dimensión educativa e intelectual, apoyada inicialmente por los padres, profesores y catequistas, la persona pasa a conocer de modo cada vez más profundo a sí misma, al mundo a su alrededor, a la sociedad de la cual hace parte, al Evangelio de la salvación en Jesucristo, desarrollando y adquiriendo nuevas capacidades y habilidades que permiten a la persona cumplir los propósitos que ella descubrió para la propia vida. Vale recordar que, después de la formación inicial fundamental, debe ser implementada la formación permanente.
Hablando de la espiritualidad, gracias a la dimensión religiosa y mística, la persona pasa a relacionarse con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, reconociéndose como Su imagen y semejanza, hija del Creador, hermana del Redentor y templo del Santificador, progresando a través de la oración personal y comunitaria, de la meditación de la Sagrada Escritura, de la vivencia sacramental, del testimonio del amor fraterno, del anuncio misionero, del servicio a los más carenciados.
Hablando ahora de la acción, gracias a la dimensión profesional y pastoral, la persona pasa a colaborar activamente en el cambio de las mentes y de las estructuras sociales a partir de los valores del Evangelio, del Reino de Dios, conforme la Doctrina Social de la Iglesia, en la defensa de la vida, la familia, la justicia y la paz. Pastoralmente hablando, la persona se compromete y actúa en las comunidades, pastorales y movimientos, en unión afectiva y efectiva con los obispos en las diócesis y con los sacerdotes y diáconos en las parroquias, ejerciendo un discipulado misionero en el liderazgo corresponsable, despertando y acompañando vocaciones laicas, consagradas y sacerdotales.
En el misterio de la distribución de los talentos a los hombres por parte del Espíritu Santo, es legítimo que algunas personas privilegien la acción, la formación o la espiritualidad. Sin embargo, nada justifica tratar de menos las demás áreas pues, como lo fue dicho anteriormente, eso resultaría en un desequilibrio perjudicial tanto a la persona cuanto a quienes viven con ella.
Sería importante que la persona reconociera las propias fortalezas y debilidades, reorganizando y redistribuyendo el tiempo y las prioridades a fin de hacer el necesario equilibrio y armonía entre la acción, la formación y la espiritualidad.



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