Los hombres, así como las mujeres, fueron
creados por Dios con una abertura al espiritual, para lo que está más allá de
sus cinco sentidos y de su inteligencia y racionalidad. Los hombres también
poseen una capacidad emocional y afectiva que se expresa en gestos y
palabras y en la creatividad artística.
Es curioso notar que, en lo que se refiere
a las grandes religiones históricas, los fundadores fueron hombres: Moisés,
Jesús, Mahoma, Sidarta Gautama etc, y también sus seguidores más directos.
Cuando pensamos en las iglesias cristianas históricas, observamos el mismo
fenómeno: Martín Lutero, Juan Calvino, Enrique VIII etc.
El interés de los hombres por lo sagrado y
por lo religioso es una evidencia. Ellos poseen una sensibilidad por el
misterio, y desean conocer a Dios y Su Voluntad, experimentar Su amor, y
colaborar con Él a través del servicio generoso y desinteresado a las personas
más necesitadas, especialmente con las habilidades y aptitudes propiamente
masculinas.
Culturalmente hablando, desde la infancia más lejana, los hombres fueron siendo entrenados por sus padres y educadores para asumir tareas y responsabilidades más prácticas, dirigidas más a la exterioridad. El objetivo era entrenar los futuros jefes de familia, capaces de proveer las necesidades materiales de la esposa y de los hijos.
Eso fue más evidente durante la llamada Revolución Industrial, cuando los obreros trabajaban hasta 18 horas por día en las fábricas, retornando a casa solo para dormir. La educación de los hijos quedaba prácticamente a los cuidados de la madre, aunque no tardara para que las mujeres y los niños también fueran admitidos al trabajo en las fábricas.
Es cierto que, en las últimas décadas, las mujeres fueron ganando mayor autonomía intelectual, profesional y económica y fueron conquistando la igualdad de derechos y deberes en relación a los hombres, en la sociedad y en la Iglesia. Pero las bases culturales tantos masculinas cuanto femeninas todavía siguen muy presentes en los modelos educativos familiares y escolares.
Culturalmente hablando, desde la infancia más lejana, los hombres fueron siendo entrenados por sus padres y educadores para asumir tareas y responsabilidades más prácticas, dirigidas más a la exterioridad. El objetivo era entrenar los futuros jefes de familia, capaces de proveer las necesidades materiales de la esposa y de los hijos.
Eso fue más evidente durante la llamada Revolución Industrial, cuando los obreros trabajaban hasta 18 horas por día en las fábricas, retornando a casa solo para dormir. La educación de los hijos quedaba prácticamente a los cuidados de la madre, aunque no tardara para que las mujeres y los niños también fueran admitidos al trabajo en las fábricas.
Es cierto que, en las últimas décadas, las mujeres fueron ganando mayor autonomía intelectual, profesional y económica y fueron conquistando la igualdad de derechos y deberes en relación a los hombres, en la sociedad y en la Iglesia. Pero las bases culturales tantos masculinas cuanto femeninas todavía siguen muy presentes en los modelos educativos familiares y escolares.
Anteriormente, las funciones de los hombres
estaban bien definidas dentro del propio hogar, y eran aceptadas tanto por sus
esposas cuanto por sus hijos. Esa experiencia era llevada al ambiente de la
Iglesia y de sus comunidades. En la actualidad, los hombres han encontrado
dificultades para ejercer aquellas funciones tradicionales y suelen ser
cuestionados por las esposas y por los hijos. Y esa situación se repite dentro
de la Iglesia y de sus comunidades.
Hoy todavía encontramos un considerable
número de hombres que no se sienten motivados por la Iglesia ni por sus
actividades porque fueron entrenados para asumir tareas y responsabilidades más
prácticas, dirigidas más a la exterioridad. Cuando no encuentran condiciones
para desempeñar estas funciones, los hombres pierden las motivaciones.
El ambiente eclesial, cada vez más
femenino, también acaba siendo un desafío para los hombres que, culturalmente,
no se prepararon para trabajar en colaboración con las mujeres, o inclusive
para respetarlas como coordinadoras y expertas agentes de pastoral. El
subjetivismo, la emotividad y la sensibilidad excesiva de las mujeres también
suelen ser excusas masculinas para no participar de la Iglesia y de sus
actividades.
Importa que toda la Iglesia - ministros
ordenados y no ordenados, hombres y mujeres, niños, jóvenes y adultos - tome
consciencia del creciente alejamiento y falta de interés de los hombres y
juntos, comenzando por las familias, repiensen sus modelos educativos y se
empeñen para atraer la participación masculina de modo harmónico con las
mujeres, en una perspectiva de complementariedad.
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